viernes, 29 de septiembre de 2006

John Wilkes Booth

Es un rito que no comienza cuando apagan la luz sino con la decisión y es que en este año de Nuestro Señor hay poco en cartelera pero la pasión de oír el claveteo del proyector es más fuerte.

Había un par de salas en la ciudad gigantescas sin sillas VIP, que no tenían confitería, ni aire acondicionado, los baños eran inmundos y las sillas incómodas, pero eran el sueño de cualquier cinéfilo porque aunque la capacidad superaba las tres centenas nunca había más de ocho personas paranoicamente distribuidas lo más alejadas unas de otras. Tal vez las razones por las que ese octano de personas asistía obligó a cerrarlas y ahora no queda más que extrañarlas.

Porque el cerebro de los que les gusta el cine ha debido acostumbrarse a que debe pagar más por las sillas que prefiere, entender que los distribuidores viven de vender palomitas, que los niños también tienen derecho a asistir, que siempre hay un imbécil que no apaga el celular, comenta la película con perspicaces comentarios fruto de su sobrenatural hipertextualidad, y además se para a ir al baño y tiene el descaro de regresar.

El ideal es que cuando cae la oscuridad el propio cuerpo desaparezca y el techo junto con ese aviso de salida colapsen ante la imagen que se forma frente a los ojos; la mente sólo tiene permiso para descansar cuando la marca de colilla en el extremo derecho avisa el cambio de carrete, de resto, sumergirse en la visión de otro de un mundo al que nos permitió entrar, salir y por unos segundos (u horas) lamentar que el mundo real tenga colores tan planos e historias tan simples.

viernes, 22 de septiembre de 2006

Fatum

Una camisa de manga corta holgada es imprescindible para acceder a uno de esos lugares, atravesar el aviso luminoso de la entrada, sentarse en una butaca de la barra y verse en el reflejo entre las botellas.

Se acostumbra oír el consejo del bartender o dejarse llevar por la simpleza de una cerveza; aunque hay ocasiones en las que el olor amargo a Vermouth se mezcla de manera perfecta con el dulzón maraschino, el sonido del cuchillo al golpear la madera después de tajar el limón y de ver como el hielo molido saca los mejores visos de la soda.

Después de sopesar el clima, los sentidos toman la decisión y lejos de cualquier bodeguita comienza la magia cuando el azúcar y el limón caen en un vaso alto, luego la menta es apenas presionada contra los lados (sólo un poco), el hielo hasta el tope recibe al ron blanco y en seguida de mezclar, la soda.

Las 28 piezas de dominó se despliegan sobre las mesas mientras el azúcar se disuelve y la lengua se sorprende. Sólo queda dejarse llevar por este placer poco culpable de un viernes por la noche.

viernes, 15 de septiembre de 2006

Demasiado para ser cierto

Luego de trabajar, cansado, se detiene en un azulado bar a tomarse un trago, no dos.

Se acerca una mujer con una inmensa sonrisa y una reducida falda a hacerle conversación, trabaja y al igual que él está sola. Y una cosa que en frente del espejo diferencia a hombres y a mujeres se hace notar: él acepta sin reparos que su atractivo natural la sedujo. Se le cruza por la cabeza que es una prostituta pero después de no escuchar un precio en cinco minutos descarta la idea.

Justo cuando el alcohol comienza a desinhibir la fidelidad del hombre comprometido se ve ante la disyuntiva, por un lado honrosa de despreciarla y salir con una airada victoria de la cual no podrá ufanarse ante nadie y por el otro dejarse llevar y obtener siete segundos de placer y semanas de arrepentimiento.

Al final vuelve a casa con una sonrisa extraña como de alguien que ha descubierto el lenguaje de los astros pero no piensa compartirlo con nadie. Le hace el amor a su esposa pensando en aquella extraña y la vida sigue.

viernes, 8 de septiembre de 2006

Lupita

Llegar a las ocho de la mañana, encender el computador y tener el último momento de calma mientras se carga el antivirus; luego no importan ni las ganas de orinar, parpadear o ir a comer.

Solo se es conciente de que se vive el desenfreno cuando un programa inestable se cierra obligándonos a perder unos nanosegundos de productividad. Las alertas del MSN despejando dudas laborales y si pasa una mosca o el reflejo del sol da en la pantalla son para recordar que ya es tarde y que el tiempo no alcanza para todo.

Los minutos se encadenan con los días y los meses son testigos de que lo único que queda es llegar a casa y encender la caja tonta porque los ojos no darían para leer o pensar en descansar.

De todos modos hay que probar las cosas para comprobar que no nos gustan.

viernes, 1 de septiembre de 2006

Del estaño como mantequilla

Aparece esta mujer, sin ser pirata, con un cofre lleno de bisuteria. Como cualquier fetichista sabe que todo lo que tiene nunca lo va a terminar de usar y aún así quiere más.
Colecciona, acumula y vive por la emoción de llegar a su casa y abrir el envoltorio. Siente los reflejos del cristal, escucha los tintineos de la plata y desprecia las baratijas derivadas del petroleo.
Primero se prueba unos que conbinen con la blusa aún cuando siempre ganan los que se parecen a sus ojos. Siente el peso sobre sus lóbulos y utiliza su visión periférica para coquetearse.
Se mira los dedos revisando el barniz para amarrarlos en un desconcertante homenaje a la milenaria esclavitud femenina. Como escuchó que más de dos estaba pasado de moda usa tres.
Y el último y más importante atavio que puede lograr que todo suene como una sinfonía o como un ruido, el deleite de sentir sobre el cuello el brillante destellar del dije que recibió cuando pequeña, luego si no combina, qué importa lo esconde en el sostén.
Después de todo, sin ropa ya no se siente desnuda.

 
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