viernes, 12 de enero de 2007

Wootz

Las galerías de arte representan un reducto alternativo del arte convencional en cualquier época; junto con los salones temporales y uno que otro museo de arte contemporáneo son la manera de conocer para donde se mueve la modernidad.

Ya no es necesario ir a una catedral con un cebo en la mano para ver la majestuosidad de una obra. Las estructuras compiten ahora en grandilocuencia con lo que contienen para congregar turistas consumidores.

En una época en la que, sin exagerar, cualquier elemento de uso es elevado a una condición plástica posiblemente apreciable, donde los conceptos parten de la cotidianidad y donde un puñado de esnobs deciden las tendencias futuras, se hace necesario tomar partido.

Tal como sucede con la música: después de perder la inocencia con The Rolling Stones y de enamorarse de The Beatles, llega un momento en el que todo ser humano debe decidirse por uno de los dos so pena de perder a ambos con el tiempo.

Muchos pueden, sin embargo, soportar la cadencia con que las instalaciones y performancias intentan desbaratar paradigmas, pueden ver en uno que otro artista moderno ese germen tan fructífero de las vanguardias, además, ver todo eso en la misma línea de flotación del arte clásico. Son capaces de hacer paralelos entre Giotto y Ron Arad.

La única diferencia entre arte y belleza debería ser el tiempo. Lo bello debería emocionar como un golpe seco las emociones de quien lo admira, si para entenderlo es necesario conocer las razones del artista no vale la pena. Prefiero un Giovannoni que un Shaw.

Pero cuando oigo que un Botero cuesta un millón de dólares o que una de las obras más importantes del arte colombiano de los últimos treinta años son un montón de medias veladas rellenas de tierra no puedo evitar pensar que están lavando dinero.
Hay cosas en las que es mejor quedarse obsoleto, acoger esa frase de “todo tiempo pasado fue mejor” y consolidar al diseño como ese nuevo alter ego de nuestros espíritus.

 
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