viernes, 9 de diciembre de 2005

Sangre y vino

Casi nadie se da cuenta cuando se vuelve un imbécil, cuando el dinero es su prioridad y vive soñando en acumular más que el compañero de la universidad que se quedó rezagado. Deja de haber tiempo para leerle poesía al ser que se ama y no es tan importante si se pone o no ese vestido de flores con el que se la imaginó cuando la conoció.

El amor y la guerra son dos cosas que definen al hombre de cualquier época. Sin Eros y Tanatos una vida es completamente vacía.

El matrimonio es una institución constantemente reevaluada, ya sea porque su connotación religiosa se va diluyendo o porque la vida actual, encadenada al constante cambio, se aleja de la idea de compartir con una sola persona hasta la muerte.

La gente envejece, pero el ser humano en esencia es el mismo y así como hay una época de cerveza y cigarrillos, de Clash y soledad, también hay una de trabajo e hijos. Donde los videojuegos, el cine, los libros y el café en el centro se pueden compartir.

Existe la rutina, eso que también llega con el tiempo. Los cónyuges, por más imaginación que posean, no logran escapar al desgaste que surge de la conservación del orden, del tedio causado por la repetición de las cosas inertes.

Esa vida de comprar, pagar, arreglar, ordenar, lavar, planchar, conciliar, ceder, hacer el amor burocráticamente crea un sedimento que se va hinchando hasta envolver a la pareja en adiposidad y tedio.

El amor existe y las mujeres creen más en él que el hombre. No se trata sólo del discurso de Sam a Frodo en Las Dos Torres, sino de ese telón de fondo que lo colma todo. Eso de lo que todavía vale la pena hablar de su existencia.

 
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