viernes, 7 de septiembre de 2007

Montserrat

Caminaba por las calles de esta ciudad con unos tapones fosforescentes en los oídos no tanto para ocultar los sonidos de la urbe sino para escucharme a mí mismo: los latidos del corazón acompasados con el ritmo de las pisadas de personas esquivándose para alcanzar a almorzar antes de volver al trabajo. Lamentando no tener párpados en los oídos para dejar por fuera las cosas, para dejar de sentir. Se podría decir lo mismo de la nariz pero en medio del humo de los carros un buen perfume a veces sorprende.

Y me quedé en esa esquina parado cuando el hombrecito de halógeno verde ordenaba moverse mirando a toda esa gente viendo-no viéndose, esos rostros inmersos en sus propios asuntos, otros conectados uniformemente a lo que semeja un momento por fuera de cuatro paredes aunque el exterior sea también de hormigón. No se trata de una nostalgia por la naturaleza, porqué sí tiene encanto vivir aquí, no es una condena, porque hay alamedas, parques y hasta potreros, es que incluso entre tantos rostros grises hay cemento de colores.

Las luces brillantes por las noches se abren paso entre el humo de los cigarrillos en un estanco con olor a cebada rancia tras el tintineo de unas argollas de rana mientras al fondo un trío aguardientoso de guitarra toca algo desesperadamente anacrónico entre tanto universitario. Nadie levanta la mirada para descubrir cosas interesantes más allá de lo que deparan las vitrinas. La nueva arquitectura se disfraza de ladrillo como si fuera una herencia local.

Es la misma esquina y aún cuando nadie se dé cuenta comienza de nuevo a amanecer con el mendigo arropado con periódicos viendo pasar el carro negro escoltado bajo ese sol que se cuela por entre la montañas, Las busetas comienzan a sonar esa advertencia de que un día entero parado allí es mucho más que voces de gente esperando para cruzar.

 
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