viernes, 31 de marzo de 2006

Spano

En la taberna Carmencita, con su fachada de madera, azulejos y lámparas de gas, se siente un ambiente ruidoso, lleno de vino dulce, gambas, cerveza y sudor de andaluces inconcebibles.

Están reunidos para compartir la forma más grata y sutil del erotismo; sin pecar y con el oído embotado se baila alegremente, pero el canto es herido, hondo y triste.

En medio de las mesas una pareja de manera natural comienza un cortejo que parece improvisado, pero conocen las reglas. Concentrados zapatean y mueven los brazos con destreza, comienza una lucha majestuosa.

Los bailaores exploran las ancestrales sabidurías del cuerpo al ritmo de las palmas o las castañuelas. Él mira con gusto los precisos movimientos, ella lo espera con ansia y sonríe.

Al comienzo con un placer discreto, reconocen el rigor del ritmo, la disciplina de lo bien hecho.

Luego adquieren la conciencia del cuerpo, su cansancio, sus límites, las partes que participan en el movimiento.

Se seducen mutuamente. Reconociendo lentamente, tocando. Se abandonan en manos de la música con confianza y correspondencia.

Pasando a la euforia comienzan a sentir una especie de transformación continua del propio cuerpo por las exigencias del otro.

Juguetean, por el goce mismo y en un deleite inexplicable logran viajar a otro sitio, es la sensación última de una conciencia acrecentada por el placer mismo.

Así es el flamenco.

 
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