viernes, 3 de junio de 2005

Soldaditos de plomo

Probablemente las personas que dicen que todo tiempo pasado fue mejor no tienen en cuenta que antes no había acueducto, medicinas o fibra óptica. Yo lo recuerdo cada vez que leo sobre la España del siglo XVI, y aún así hay cosas que me hubiera gustado ver u oler sin la sombra de los edificios o el hedor del humo de los autos.

Nos alejamos los unos de los otros perdiendo la memoria por aquella época en la que de verdad conocíamos a las persona y a las cosas. Con suerte Jean-Paul Belmondo nos recuerda que las lágrimas purifican y con todavía más suerte que esa combinación de unos y ceros en un disco compacto es Händel.

Cada ser humano se enfrenta a decisiones sobre la conveniencia de caminos que toman la vida. Aún en la hoguera se podía decidir si abjurar o morir con honor pero no se decide sobre el tiempo en el que se nace. Decidir por la fuerza de los hechos o con plena planeación de ello no importa, pero ser concientes que de esa cadena de encrucijadas resueltas es lo que configura lo vivido no nos devuelve el pasado como lo hace la memoria.

Un hombre cualquiera como analogía superlativa de esa persona eterna suspendida en el tiempo y que decide el destino, que con o sin trueno han de llamar Dios, también se planta ante disyuntivas que cambian el sabor del vino. Lo imagino diciendo: “65 millones de años son demasiado para unos reptiles”, “una ideología fanática y ocultista debería gobernar el pensamiento de occidente”, “La guerra modela la historia”.

Que nos ha traído hasta aquí, hasta donde estamos, las decisiones de quién o de qué nos han hecho tan modernos.

Ya no podemos batirnos en la calle con floretes con un hijo de tal por nuestra nobleza, ya no podemos cortejar a una dama con poesía tribal y anónima, ya no podemos naufragar en una isla perdida, ya no podemos ver girar el centro de un girasol y creer que es magia.

Obviamente no decidimos nacer hoy y las ensoñaciones románticas de paisajes pastoriles o ermitaños terminan por hastiar con la velocidad con que se describen.

El cerebro no deja de pensar, no ya para inventar curvas que expliquen el universo sino para ver televisión y videojuegos. Seguramente somos más racionales que un campesino en el mediterráneo románico, pero el mundo actual obliga a parecer estúpido en casi todo por lo difícil que es ser lógico en la mitad de las cosas.

El mundo moderno asquea y atrae como el Snurff que consume Fry en un capítulo de Futurama, es jackas en MTV, es CNN en prime time. Estar a gusto hoy es morboso, sádico, caníbal.

Quien admira el presente y es conciente de ello vive de la ciudad, adora mirar al cielo y buscar entre rascacielos la luna y las estrellas. Pienso que si no hubieran tantos trebejos que nos distrajeran de las cosas que realmente importan, que alimentan el alma, no sentiríamos nostalgia de la belleza que perdimos, de lo que no vemos de esos claros en el bosque que ni los poetas pueden ya encontrar para revelarle a los demás lo que intentan transmitir los ángeles.

La nostalgia es por lo que ya no está y si el pasado parece memorable es porque el presente parece no serlo.

Si nos atrevemos a decir que nos indigesta el presente no es por la cantidad de aparatitos y entretenimiento superfluo que inunda la vida diaria sino por lo que el hombre ha llegado a ser por el contacto con ese mundo vano y prostituto que sólo deja tiempo para soñar con mujeres desnudas tomando vodka en un Mustang Shelby 57 con un cigarro humeante en la mano izquierda.

 
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