viernes, 20 de mayo de 2005

Del aleteo de un colibrí

En la columna de Antonio Caballero que aparece en El Tiempo, el autor elogia el arte del toreo aprovechando las temporadas anuales en Bogotá, Cali y Medellín. Son más que loas a los pases y estocadas, son cortejos a ese otro lector que aduciendo una clara muestra de barbarie aborrece este espectáculo.

Personalmente me encanta la manera de escribir de Caballero, además odia a García Márquez y eso con repetidas muestras de subordinamiento frente a la cultura nacional lo hace un personaje interesante dentro de los mágicos eruditos del país.

La columna que comento me confunde porque ante el sinnúmero de carnavales con reina a bordo que entretienen los municipios a principio de año el que menos me parece comprensible es el que coloca unos animales en medio de un encierro de arena para picarlo y luego matarlo lentamente.

En este país –uno de los pocos que aun ofrece entre sus entretenciones de fin de semana las corridas- no existen las medias tintas con respecto a la cuestión: o se ama o se odia, como con todos los temas que son heredados de los tiempos de la colonia existen posiciones radicales.

Digo que respeto a muchos intelectuales que no se creen el cuento de que son intelectuales y son capaces de cambiar de opinión casi a diario hablando de política en sandalias fumando Piel Roja, pero ante la visión de una tasca llena de personas recordando con admiración una muerte y glorificando un salvaje que sale en hombros, así la cosa ya no me atrae mucho.

Somos tan modernos que cualquier sociedad que nos viera de lejos jamás pensaría que matamos por petróleo o que esclavizamos medio planeta por oro. Casi nadie en una metrópolis como Bogotá viviría sin celular y dentro de poco sin ipod. Proclamamos ser ciudadanos civilizados pero acabamos con un planeta de millones de años de historia en un siglo. La poesía viene en CD, la pintura en el cuerpo y la música en ring tones.

La era técnica le arranca al ser humano lo poco de humano que le queda, ahora sólo parecen añoranzas de incompletas tragedias griegas. Se vive al límite como en una película de Scorsese, a toda velocidad como en una novela de Kerouac desenfrenados hacia la capacidad de acaparar todo lo que todos sueñan.

Nos hacemos tan modernos solo para olvidar nuestra esencia y acabar con la poca que queda en lo que nos rodea. Nada de lo natural satisface por completo a menos que tenga preservativos y colorantes.

Se podría aducir que preocuparse por unos animales brutos no está de moda cuando a diario mueren miles de personas de hambre y asesinadas, pero pienso que así y sólo así comienza la deshumanización: con la extinción de búfalos, servir hamburguesas de ballena y el racismo. Se comienza crucificando un Mesías y luego sólo importa dominar a otras razas.

Un claro en el bosque suena a algo que un pensador alemán se soñó como queriendo mofarse de la poca capacidad que tienen los ejecutivos para ver los ángeles.

Solo a veces cuando extraño el smog y muere demasiada gente en la noticias, intento arañar esas cosas que podrían devolverme un poco de esa visión romántica de la esencia del vino, eso que aún en la pantalla de plasma pueda mostrarme lo que es ser humano.

 
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