viernes, 23 de noviembre de 2007

Capacocha

Honestamente el rostro de esta persona manifestaba más dolor del que jamás había visto en cualquier payaso de circo, no con esa rabia contenida que al explotar destruye, ni esa exasperación latente que todo lo salpica con mala leche. Era como una tristeza de café y cigarrillo al desayuno, como la desazón propia de la cotidianidad, la desesperanza conseguida cuando el tiempo pasa sin felicidad.

Miraba entonces sus facciones, deteniéndome en esas fuertes marcas en la frente y en la comisura de la boca pensando en lo mucho que le serviría un ángel de la guarda, que lo escuchara, que lo empujara a vivir y que le dijera frases ingeniosas para reírse de la vida misma. Me lo imaginaba susurrándole al oído única y exclusivamente lo que quería escuchar, eso que la alienación de los recuerdos le impedía oír.

Por supuesto no ese ángel estereotipado de la túnica blanca, aureola y mejillas coloradas, no, tampoco del tipo de hada que manipuló a Pinocho. Era más la imagen del cantante de un grupo de rock inglés de los sesenta, con ojeras de parranda, barba canosa y cola de caballo, dientes amarillos de tanto fumar y una risa estruendosa. Pensaba que los consejos al no poder hablar de valores morales elevados que buscaran la exaltación de la virtud serían más valiosos por hablar desde la experiencia, una disección descarnada de la realidad, una maldición de por medio y tal vez una poco documentada euforia por el riesgo.

Seguro que nadie puede decirnos sobre nuestras posibilidades más de lo que ya está dentro de nosotros, pero cómo hace de falta escucharlo de otra boca.

 
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